martes, 21 de junio de 2011

Egoísmo

Edward me llevó a casa en brazos, ya que supuso que no iba a ser capaz de aguantar el viaje de vuelta agarrada a su espalda. Debí de quedarme dormida por el camino.
Al despertar, me encontraba en mi cama. Una luz mortecina entraba por las ventanas en un extraño ángulo, casi como si estuviera atardeciendo.
Bostecé y me estiré. Le busqué a tientas en la cama, pero mis dedos sólo encontraron las sábanas vacías.
—¿Edward? —musité.
Seguí palpando y esta vez encontré algo frío y suave. Era su mano.
—¿Ahora sí estás despierta de verdad? —murmuró.
—Aja —asentí con un suspiro—. ¿He dado muchas falsas alarmas?
—Has estado muy inquieta, y no has parado de hablar en todo el día.
—¿En todo el día?—pestañeé y volví a mirar hacia las ventanas.
—Ha sido una noche muy larga —repuso en tono tranquilizador—. Te has ganado un día entero en la cama.
Me incorporé. La cabeza me daba vueltas. La luz que entraba por la ventana venía del oeste.
-—¡Guau!
—¿Tienes hambre? —me preguntó—. ¿Quieres desayunar en la cama?
—Me voy a levantar —dije con un gruñido, y volví a desperezarme—. Necesito ponerme en pie y moverme un poco.
Me llevó a la cocina de la mano sin quitarme el ojo de encima, como si temiera que fuera a caerme. O a lo mejor creía que andaba como una sonámbula.
No me compliqué, y metí un par de rebanadas en la tostadora. Al hacerlo, me vi reflejada en la superficie cromada del aparato.
—¡Buf! Vaya pinta que tengo.
—Ha sido una noche muy larga —volvió a decirme—. Deberías haberte quedado aquí durmiendo.
—Sí, claro. Y perdérmelo todo. Tienes que empezar a aceptar el hecho de que ahora formo parte de la familia.
Edward sonrió.
—Puede que me acostumbre a la idea.
Me senté a desayunar y él se puso a mi lado. Al levantar la tostada para darle el primer bocado, me di cuenta de que Edward estaba observando mi mano. Al mirarla, vi que todavía llevaba puesto el regalo que Jacob me había dado en la fiesta.
—¿Puedo? —preguntó, señalando el pequeño lobo de madera.
Engullí haciendo bastante ruido.
—Claro.
Puso la mano bajo la pulsera y sostuvo el dije sobre la pálida piel de su palma abierta. Por un instante me dio miedo, ya que la menor presión de sus dedos podía convertirla en astillas.
No, él no haría algo así. Me sentí avergonzada sólo de pensarlo. Edward sopesó el lobo en la mano unos segundos y luego lo dejó caer. La figurilla se quedó colgando de mi muñeca con un leve balanceo.
Traté de leer su mirada. Su expresión era seria y pensativa; todo lo demás lo mantenía oculto, si es que había algo más.
—Así que Jacob Black puede hacerte regalos.
No era una pregunta ni una acusación, sólo la constatación de un hecho. Pero sabía que se refería a mi último cumpleaños y a cómo me había empeñado en que no quería regalos, y menos aún de Edward. No era un comportamiento del todo lógico, y además nadie me había hecho caso.
—Tú me has hecho regalos —le recordé—. Sabes que me gustan los objetos hechos a mano.
Edward frunció los labios.
—¿Y qué pasa con los objetos usados? ¿Puedes aceptarlos?
—¿A qué te refieres?
—Este brazalete... —trazó un círculo con el dedo alrededor de mi muñeca—. ¿Piensas llevarlo puesto mucho tiempo?
Me encogí de hombros.
—Es porque no quieres herir sus sentimientos, ¿no? —insinuó con perspicacia.
—Supongo que no.
—Entonces —me preguntó, observando mi mano mientras hablaba; me la puso boca arriba y recorrió con el dedo las venas de mi muñeca—, ¿no crees que sería justo que yo también tuviera una pequeña representación?
—¿Una representación?
—Un amuleto, algo que te recuerde a mí.
Tú estás siempre en mis pensamientos. No necesito recordatorios.
—Si yo te diera algo, ¿lo llevarías? —insistió.
—¿Algo usado? —aventuré.
—Sí, algo que yo haya llevado puesto una temporada —dijo, poniendo su sonrisa angelical.
Pensé que si ésa era su única reacción al regalo de Jacob, la aceptaba de buen grado.
—Lo que tú quieras.
—¿Te has dado cuenta de la injusticia? —me preguntó, cambiando a un tono acusador—. Porque yo sí, desde luego.
—¿Qué injusticia?
Edward entrecerró los ojos.
—Todo el mundo puede regalarte cosas, menos yo. Me habría encantado hacerte un regalo de graduación, pero no lo hice, porque sabía que te molestaría más que si te lo hacía cualquier otra persona. Es injusto. ¿Cómo me explicas eso?
—Es fácil —dije, encogiéndome de hombros—. Para mí, tú eres más importante que nadie en el mundo, y el regalo que me has entregado eres tú mismo. Eso es mucho más de lo que merezco, y cualquier cosa que me des desequilibra aún más la balanza entre nosotros.
Edward procesó esta información un instante y después puso los ojos en blanco.
Es ridículo. Me estimas en mucho más de lo que valgo.
Mastiqué con calma. Sabía que si le decía que se pasaba de modesto no me haría caso.
Su móvil sonó. Antes de abrirlo, miró el número.
—¿Qué pasa, Alice?
Mientras él escuchaba, yo esperé su reacción. De pronto me sentí muy nerviosa, pero a Edward no pareció sorprenderle lo que le contaba Alice, fuese lo que fuese, y se limitó a resoplar unas cuantas veces.
—Yo también lo creo —le dijo a su hermana mientras me miraba a los ojos enarcando una ceja en gesto de desaprobación—. Ha estado hablando en sueños.
Me sonrojé. ¿Qué se me había escapado ahora?
Edward me lanzó una mirada furiosa al cerrar el teléfono.
—¿Hay algo de lo que quieras hablar conmigo?
Reflexioné unos instantes. Dada la advertencia de Alice la noche anterior, era fácil suponer la razón de la llamada. Luego, recordé los sueños que había tenido durante el día, unos sueños agitados en los que corría detrás de Jasper, intentando seguirle entre el laberinto de árboles para llegar al claro donde sabía que encontraría a Edward. También a los monstruos que querían matarme, cierto, pero no me importaba porque ya había tomado mi dicisión.
También era fácil suponer que Edward me había oído mientras hablaba dormida.
Fruncí los labios por un momento, incapaz de aguantarle la mirada. Esperé.
—Me gusta la idea de Jasper —dije por fin.
Edward emitió un gruñido.
—Quiero ayudar. Tengo que hacer algo —insistí.
—Ponerte en peligro no es ninguna ayuda.
—Jasper cree que sí. Y en esta área él es el experto.
Edward me dirigió una mirada furibunda.
—No puedes impedírmelo —le amenacé—. No pienso esconderme en el bosque mientras todos vosotros os arriesgáis por mí.
Casi se le escapó una sonrisa.
—Alice no te ve dentro del claro, Bella. Te ve extraviada y dando tumbos por la espesura. No serás capaz de encontrarnos. Sólo vas a conseguir que pierda más tiempo buscándote luego.
Traté de mantenerme tan fría como él.
—Eso es porque Alice no ha tenido en cuenta a Seth Clearwater —dije sin levantar la voz—. Y en todo caso, de haberlo hecho, no habría podido ver nada en absoluto, pero parece que Seth quiere estar allí tanto como yo. No será muy difícil convencerle para que me enseñe el camino.
Un relámpago de ira recorrió su cara, pero enseguida respiró hondo y recuperó la compostura.
—Eso podría haber funcionado... si no me lo hubieras dicho. Ahora tendré que pedirle a Sam que le dé a Seth ciertas instrucciones. Aunque no quiera, Seth no puede negarse a acatar ese tipo de órdenes.
Sin perder mi sonrisa apacible, le pregunté:
—¿Y por qué tendría que darle esas instrucciones? ¿Y si le digo a Sam que me conviene ir al claro? Apuesto a que prefiere hacerme un favor a mí que a ti.
Edward tuvo que controlarse de nuevo para no perder la compostura.
—Tal vez tengas razón, pero seguro que Jacob está más que dispuesto a dar esas mismas instrucciones.
Fruncí el ceño.
—¿Jacob?
—Jacob es el segundo al mando. ¿No te lo ha dicho nunca? Sus órdenes también han de ser obedecidas.
Me tenía pillada, y su sonrisa indicaba que lo sabía. Arrugué la frente. No dudaba de que Jacob se pondría de su parte, aunque sólo fuera por esta vez. Y además, Jacob nunca me había contado eso.
Edward se aprovechó de mi momento de vacilación, y prosiguió en un tono suave y conciliador:
—Anoche me asomé a la mente de la manada. Fue mucho mejor que un culebrón. No tenía ni idea de lo compleja que es la dinámica de una manada tan numerosa. Cada individuo tratando de resistirse a la psique colectiva... Es absolutamente fascinante.
Le miré furiosa: era obvio que intentaba distraerme.
—Jacob te ha ocultado un montón de secretos —me dijo con una sonrisa sarcástica.

( . . . )
—Sí, la manada resulta fascinante —coincidí—. Casi tanto como tú cuando intentas cambiar de tema.
Su expresión volvió a ser cortés: una perfecta cara de póquer.
—Tengo que ir a ese claro, Edward.
—No —dijo en tono concluyente.
Entonces se me ocurrió otro rumbo distinto.
No era tanto que yo tuviese que ir al claro como que tenía, que estar en el mismo lugar que Edward.
Eres cruel, me dije a mí misma. ¡Egoísta, egoísta, más que egoísta! ¡No se te ocurra hacer eso!
Ignoré mis impulsos bondadosos, pero aun así fui incapaz de mirarle mientras hablaba. La culpa mantenía mis ojos clavados a la mesa.
—Mira, Edward —susurré—, la cuestión es ésta: ya me he vuelto loca una vez. Sé cuáles son mis límites. Y si me vuelves a dejar, no podré soportarlo.
Ni siquiera levanté la mirada para ver su reacción, temiendo comprobar el dolor que le estaba infligiendo. Oí que tomaba aire de repente, y luego siguió un silencio. Seguí mirando la madera oscura de la mesa, deseando ser capaz de retractarme de mis palabras. Pero sabía que probablemente no lo haría. Y menos si aquello funcionaba.
De pronto sus brazos me rodearon, y sus manos me acariciaron la cara y los brazos, Él me estaba consolando a mí. Mi culpa pasó a modo de torbellino, pero mi instinto de supervivencia era más fuerte, y no cabía duda de que Edward resultaba imprescindible para que yo sobreviviera.
—Sabes que no es así, Bella —murmuró—. No estaré lejos, y pronto habrá acabado todo.
—No puedo —insistí, con la mirada aún fija en la mesa—. No soporto la idea de no saber si volverás o no. Por muy pronto que se acabe, no puedo vivir con eso.
Edward suspiró.
—Es un asunto sencillo, Bella. No hay razón para que tengas miedo.
—¿Seguro?
—Ninguna razón.
—¿A nadie le va a pasar nada?
—A nadie —me prometió.
—¿Así que no hay ninguna razón para que yo esté en ese claro?
—Desde luego que no. Alice me ha dicho que tienen menos de diecinueve años. Los manejaremos sin problemas.
—Está bien. Me dijiste que era tan fácil que alguien podía quedarse fuera —repetí sus palabras de la noche anterior—. ¿Hablabas en serio?
—Sí.
Estaba tan claro que no sé cómo no lo vio venir.
—Si es tan fácil —añadí—, ¿por qué no puedes quedarte fuera tú?
Tras un largo rato en silencio, me decidí a levantar la mirada para observar su expresión.
Había vuelto a poner cara de póquer.
Respiré hondo.
—Así que, una de dos: o es más peligroso de lo que quieres reconocerme, en cuyo caso será mejor que yo esté allí para ayudaros, o bien va a ser tan fácil que se las pueden arreglar sin ti. ¿Cuál de las dos opciones es la correcta?
No respondió.
Sabía en qué estaba pensando. En lo mismo que yo: Carlisle, Esme, Emmett, Rosalie, Jasper. Y... me obligué a pensar en el último nombre. Alice.
¿Soy un monstruo?, me pregunté. No del tipo que el propio Edward creía ser, sino un monstruo de verdad, de los que dañan a la gente. Esa clase de monstruos que no conocen límites para conseguir lo que quieren.
Lo que yo quería era que él estuviese a salvo conmigo. ¿Existía algún límite a lo que estaba dispuesta a hacer o a sacrificar por ese propósito? No estaba segura.
—¿Me estás pidiendo que deje que luchen sin mi ayuda? —me preguntó en voz baja.
—Sí —me sorprendía hablar en un tono tan ecuánime cuando en el fondo me sentía una miserable—. Eso, o que me dejes ir. Me da igual, siempre que estemos juntos.
Respiró hondo, y luego espiró el aire muy despacio. Me puso las manos a ambos lados de la cara, obligándome a aguantarle la mirada, y clavó sus ojos en los míos durante largo rato. Me pregunté qué buscaba en ellos y qué estaba encontrando, y si la culpa era tan palpable en mi rostro como en mi estómago, que se me había revuelto.
Sus ojos lucharon por contener alguna emoción que no pude leer. Después apartó una mano de mi cara para sacar de nuevo el móvil.
—Alice —dijo, con un suspiro—. ¿Puedes venir un rato para hacer de canguro con Bella? —enarcó una ceja, desafiándome a ponerle pegas a lo de «canguro»—. Necesito hablar con Jasper.
No oí nada, pero era evidente que Alice aceptaba. Edward soltó el teléfono y volvió a mirarme a la cara.
—¿Qué vas a decirle a Jasper? —le pregunté.
—Voy a discutir... la posibilidad de que yo me quede fuera.
Me fue fácil leer en su rostro lo difícil que le resultaba pronunciar aquellas palabras.
—Lo lamento.
Y era cierto. Odiaba obligarle a hacer esto, pero no tanto como para fingir una sonrisa y decirle que siguiera adelante sin mí. No; me sentía mal, pero no hasta tal punto.
—No te disculpes —me dijo, esbozando apenas una sonrisa—. Nunca temas decirme lo que sientes, Bella. Si eso es lo que necesitas... —se encogió de hombros—. Tú eres mi prioridad número uno.
—No me refería a eso. No se trata de que elijas entre tu familia o yo.
—Ya lo sé. Además, no es eso lo que me has pedido. Me has ofrecido las dos opciones que puedes soportar tú, y he escogido la que puedo soportar yo. Así es como se supone que funciona el compromiso.
Me incliné hacia delante y apoyé la frente contra su pecho.
—Gracias —le susurré.
—En cualquier momento —me respondió, dándome un beso en el pelo—. Cualquier cosa.

( . . . )
—Te vas a perder la diversión —gruñó.
—Hola, Alice —la saludó Edward.
Después me puso un dedo bajo la barbilla y me levantó la cara para darme un beso de despedida.
—Volveré esta misma noche —me prometió—. He de reunirme con los demás para solucionar este asunto y reorganizarlo todo.
—Vale.
—No hay mucho que reorganizar —dijo Alice—. Ya se lo he contado. Emmett está encantado.
Edward exhaló un suspiro.
—Ya me lo imagino.
Salió por la puerta y me dejó a solas con Alice.
Ella me miró echando chispas por los ojos.
—Lo siento —volví a disculparme—. ¿Crees que esto lo hará más peligroso para vosotros?
Alice soltó un bufido.
—Te preocupas demasiado, Bella. Te van a salir canas antes de tiempo.
—Entonces, ¿por qué estás enfadada?
—Edward es un cascarrabias cuando no se sale con la suya. Me estoy imaginando cómo va a ser aguantarle durante los próximos meses —hizo una mueca—. Supongo que, si sirve para que mantengas la cordura, merece la pena, pero me gustaría que no fueras tan pesimista, Bella. Resulta innecesario.
—¿Dejarías que Jasper fuera sin ti? —le pregunté.
Alice hizo otro mohín.
—Eso es diferente.
(...)

No hay comentarios:

Publicar un comentario